De la democracia de opinión a la dictadura de opinión

Luego de escuchar una reciente emisión del filósofo francés Alain Finkielkraut titulada "L'opinion est-elle la reine du monde?", me pregunté cuan importante es la llamada opinión pública en nuestra democracia representativa o es la democracia de opinión un nuevo régimen democrático, o acaso estamos frente a una dictadura de la opinión?.
El primer elemento a considerar es que no hay democracia sin opinión. El fenómeno que vemos hoy en día es la explotación de otros canales dispuestos por la técnica para una mayor difusión y participación de los ciudadanos, creando corrientes de opinión diversas, muchas veces contrapuestas y contradictorias entre sí. El gran problema se presenta cuando no se habla de "opiniones" sino de la "opinión pública", ese pasaje a lo singular puede afectar al mismo debate democrático, caracterízado, desde la democracia directa de los griegos, en la deliberación de diferentes y multiples opiniones.

Recordando una frase de Simone de Beauvoir que decía que "la verdad es una y el error es multiple", podemos afirmar que la presentación de una opinión pública única, entroniza la subjetividad, lo efímero, toda vez que su sustento puede llegar a ser simplemente una pasión esporádica, un estado de ánimo colectivo, que en absoluto brinda la estabilidad que una democracia convencional requiere.
Frente a este fenómeno tenemos a una prensa que, salvo excepciones, en su mayor parte quiere ser el eco, el portavoz de esa opinión pública y, a su vez, portar el veredicto de ésta. Huelga decir que la opinión no es algo expontáneo, ella se forja, se fabrica profesionalmente. Como sabemos en el mejor de los casos, las encuestas son una foto de un momento determinado, y su resultado no es más que la opinión recogida en una muestra, tomada en un lugar y fecha determinados a una variopinta población que, como en el Perú, hace dificil toda generalización.

Por otro lado, partiendo de la premisa que el pueblo no tiene siempre la razón y que no podemos tener razón sin el pueblo, debemos concluir que el pueblo es soberano pero no infalible. Para mayores ejemplos basta recordar el triste rol que en el Perú cumplió la mayoría de ciudadanos que apoyo, a ojos cerrados y sin tapujos, la dictadura de Alberto Fujimori.
En consecuencia, legislar en base a los dictados o estados de ánimo del pueblo puede llevarnos al desastre. Un estadista es aquél que sabrá en qué momento deberá prestar atención a esa opinión pública y en qué momento deberá contradecirla.
Más allá de la prensa y la responsabilidad que deben asumir en el ejercicio del derecho público a la información, es el hombre político que, en búsqueda de la popularidad necesaria para su elección, puede deslizarse en las aguas negras de la demagogia. El problema es saber si luego de haber sido elegido, sale de esas aguas y asume una gestión independiente de toda dictadura de opinión o, decide navegar en esas aguas del populismo, a la espera de una próxima reelección.

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